21.9.08

la semana de roman revueltas

Articulo publicado por Roman Revueltas en el diario publico de guadalajara

La mayor parte de las estrategias para enfrentar el aterrador problema de la delincuencia no toman en cuenta un elemento sustancial: la descomposición generalizada de la sociedad mexicana. Necesitamos mirarnos en el espejo, antes de siquiera intentar abordar la cuestión. Algo debe andar muy mal en un país donde los maestros reclaman el derecho a heredar —o vender— sus plazas, donde los alumnos, al saber que anda circulando una copia fraudulenta del examen de admisión a la carrera de medicina, exigen a sus autoridades escolares que lo consigan, donde cualquier particular se siente facultado para ofrecer un soborno al que pudiera eximirlo del menor esfuerzo, en fin, donde tantos de nosotros procuramos, antes que nada, evitar el cumplimiento de obligaciones absolutamente inherentes al ejercicio de una ciudadanía responsable.

El presidente de la República ha lanzado un llamado a la unidad nacional pero, en los hechos, somos una nación profundamente dividida, un pueblo sin noción de comunidad y sin el menor respeto por el principio del bien común. Se puede hablar, en este sentido, de un país fragmentado que avanza a varias velocidades: una parte de la sociedad mexicana, la que conforman aquellas personas de bien dispuestas a acatar reglas y principios, subvenciona a una plomiza masa de haraganes y tramposos. Hay un México que trabaja y que quiere trabajar; hay otro país en que los estudiantes le birlan las respuestas al vecino de pupitre y en que el taxista cobra de más porque no le da la gana llevar taxímetro. La parte de la población que se arremanga la camisa todos los días mantiene, por así decirlo, a los demás.

Naturalmente, se escuchan voces que denuncian la intrínseca malignidad del modelo económico neoliberal y que, en una extraña relación de causa y efecto, explican la aparición del delincuente como una consecuencia directísima de la pobreza y la falta de oportunidades. Pero, esta ecuación miseria=criminalidad es una falacia: los más pobres no son los que más roban ni los que más matan ni los que más secuestran. El problema no está ahí, por más que llevemos décadas enteras de crisis y postración económica. Las que han fracasado, más bien, son las instituciones. Han fracasado los modelos, los paradigmas y los ideales: ha fracasado la escuela, ha fracasado la familia, ha fracasado la Iglesia, ha fracasado el Estado. ¿Quién le cree al Gobierno? ¿Quién le cree al juez, al policía, al maestro, al cura? ¿Quién le cree al diputado, al ministro, al regidor? El marido golpeador, el padre abusador y el maestro sinvergüenza son tan incapaces de trasmitir valores como el politicastro ratero.

Estamos hablando, pues, del catastrófico resquebrajamiento de los principios morales en México. Los secuestradores y los asesinos son apenas la parte más visible de un fenómeno que se manifiesta en todos los ámbitos de la vida nacional. Nos resistimos a ver una relación entre el estudiante que compra un examen y el maleante que extorsiona al tendero de la esquina pero ambas son expresiones del mismo mal. Y así, de pronto, descubrimos, horrorizados, una sangrienta realidad de asesinatos, secuestros y violaciones sin recordar que la incontenible ola de delincuencia que nos azota resulta directamente de la infinita multiplicación de los delitos menores. La moral no conoce de matices ni de cuotas. Es un asunto de valores absolutos. Cuando los individuos deciden ignorar la diferencia esencial entre el bien y el mal, la comunidad entera corre el peligro de desintegrarse.

Justamente, está en juego la viabilidad misma de la nación mexicana: el segmento corrompido de la sociedad está ganando terreno y amenaza con instaurar un siniestro modelo de extorsiones, secuestros y asesinatos pero, también, un mundo sin reglas y sin garantías, un entorno incierto donde ni siquiera el orden público más elemental estará asegurado. Anteayer, una turba de taxistas irregulares destrozó dos coches policiales en Ecatepec, Estado de México, aparte de golpear salvajemente a cuatro agentes. La televisión nos ofreció inquietantes imágenes de anarquía y barbarie. Los sublevados se oponían a que se realizaran las obras para que un barrio tuviera drenaje; mientras tanto, a una veintena de kilómetros de allí, maestros de Morelos bloqueaban arbitrariamente las calles de la capital de todos los mexicanos: estos profesores, habiendo abandonado a sus alumnos durante un mes entero, reclamaban derechos absolutamente espurios que nada tiene que ver con los intereses de la educación nacional.

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